Desigualdades en la alimentación
“¿Qué comiste ayer?” La respuesta que demos a esta pregunta con seguridad variará mucho entre personas, y dependerá, en buena medida, de aspectos como nuestro nivel de ingresos, lugar de residencia y acceso a educación. Algunas personas responderíamos a esta pregunta pensando en el tipo de alimentos que consumimos, otros nos haríamos una pregunta más fundamental: ¿pude comer ayer? Quizás algunos pensaríamos sobre qué tan difícil fue elaborar la comida, si fue creada por un chef o recreada después de verla en YouTube. Probablemente menos personas reflexionaríamos sobre aspectos como ¿cómo llegó este alimento a mi plato?, ¿lo que comí me alimentó o solo me llenó?, ¿lo que comí contamina el planeta?, ¿desperdicié mi comida? Es necesario empezar a hacernos estas preguntas, pues comer es un acto diario que se relaciona con los modos de agricultura predominantes, y que tiene repercusiones sobre el medio ambiente, la justicia social, la salud pública y la desigualdad.
Desigualdades invisibles
La capa visible de la desigualdad alimentaria es clara en nuestro país, como lo menciona Juliana, “el hambre, quién tiene y quién no tiene qué comer, suelen ser temas presentes en la agenda pública y mediática”. No es para menos. Según la encuesta Pulso Social del DANE, de casi 8 millones de encuestados, 2 millones afirmaron comer solo dos veces al día, 179.000 solo una vez y 8.000 no tener qué comer. Estas cifras empeoraron con la pandemia del Covid-19, resultado de los incrementos en pobreza.
La comida esconde, sin embargo, otras desigualdades que van más allá de los ingresos. Como lo resalta Juan Felipe “la comida se produce de manera desigual, a través de un profundo esfuerzo laboral, productivo, social y ambiental que se da en las zonas rurales, en las cuales existe una desigual distribución de la tierra”. La desigualdad se traduce no solo en que una minoría de terratenientes acaparan la mayoría de la tierra, sino también, en que la tierra que tiene aptitud para producción de alimentos está siendo destinada a otras actividades como la producción de agroindustria (palma, alimentos para animales, etc.). A estas desigualdades se suman las que enfrentan los campesinos al momento de vender sus productos, enfrentándose a fluctuaciones de precios derivados del clima, a alzas en los precios de los insumos, a negociaciones con intermediarios, y a precios que no son suficientes para generar unos ingresos dignos.
Las desigualdades alimentarias no paran ahí. “Las formas de alimentación también dependen del conocimiento de la gente” afirma Óscar, refiriéndose al conocimiento que tienen diferentes personas sobre qué alimentos alimentan y cuáles no. Bueno parte de los productos disponibles en las urbes y cabeceras municipales son, como lo plantea Michael Pollan, más que alimentos, “sustancias comestibles con aspecto alimenticio”, es decir, productos de bajo precio procesados industrialmente con un bajísimo contenido nutricional. Muchos compramos estos productos influenciados, además, por poderosos ejercicios de marketing.
Estas dinámicas, sumadas a vacíos en la educación sobre alimentación, se reflejan en la dieta característica colombiana: baja en consumo de frutas, hortalizas y verduras, fuentes de fibra, fuentes de micronutrientes y proteínas de alto valor biológico; en contraste con una alta ingesta de alimentos que aportan carbohidratos, grasas saturadas y trans, cereales refinados, azúcares añadidos y bebidas azucaradas. Mientras que en el Top 10 de los alimentos más comprados por los colombianos se encuentren la salsa de tomate, el atún y la pasta, el 75,1% de la población no consume ni frutas ni verduras diariamente[1]. El resultado: uno de cada dos colombianos entre 18 a 64 años, está con sobrepeso u obesidad[2].
Las desigualdades alimentarias se ven permeadas también por aspectos culturales e históricos. Como lo menciona Silvia, retomando la historia de Jorge Orlando Melo sobre la cocina colombiana, las comunidades indígenas antes de la colonia basaban su dieta en “vegetales y frutas, y sus necesidades proteicas se suplían principalmente con leguminosas”. Esta dieta se transformó cuando la colonización introdujo carnes, grasas y azúcares, generando un proceso de mestizaje alimentario basado en costumbres españolas, en detrimento de la riqueza nutricional existente y de la cultura autóctona.
Otra cara de las desigualdades alimentarias tiene que ver con las inmensas cantidades de alimentos que se desperdician (34% de la producción total)[3], al mismo tiempo que miles de personas no tienen qué comer. Lamentablemente, lo que más se pierde son frutas y verduras, los mismos alimentos que nuestros cuerpos más necesitan.
Al hablar de desigualdades, no podríamos dejar de mencionar otro aspecto, también poco visible pero dramático: lo ambiental. Por ejemplo, el hecho que los métodos de agricultura convencional (sistemas intensivos de monocultivos con uso de pesticidas y abonos) han generado un círculo vicioso que enferma la biodiversidad de los suelos, el agua, las plantas, los animales y finalmente, a las personas. Solo una pequeña porción de la población, que siembra con prácticas agroecológicas o que tiene el suficiente poder adquisitivo y el suficiente acceso a información, logra acceder a alimentos orgánicos.
Reducir las desigualdades alimentarias con decisiones del día a día
¿Si la cosa es tan compleja, qué podemos hacer? Anderson resalta que es esencial “educar alrededor de la comida y sus dinámicas para generar conciencia”. La academia, las empresas y las personas que trabajan en el mundo de la gastronomía, deberían asumir una responsabilidad con respecto al conocimiento que se infunde en la población (sobre todo en los niños) en materia de nutrición, sostenibilidad y desperdicio. Reconocer, revalorar y transmitir conocimiento sobre soberanía alimentaria, protección de semillas, saberes tradicionales, entre otros, es parte esencial de esta encrucijada.
La ciudadanía, afirma Juliana, debe también “ejercer un rol más crítico frente a los discursos de la alimentación, frente a lo que se recomienda comer y no comer”. Asimismo, el voto y las demandas ciudadanas son esenciales para presionar para que, desde el Estado, se implementen mecanismos que garanticen un sistema alimentario que genere beneficios al grueso de la población, en términos de nutrición, protección del medio ambiente y generación de ingresos. Pese a avances como la reciente política de etiquetado de alimentos, en general, existe poca claridad y visibilidad sobre las políticas del gobierno en temas alimentarios; por eso debemos hacernos y hacerle al gobierno más preguntas como: ¿De qué manera se ha priorizado la política de seguridad alimentaria en la agenda nacional? ¿Cuáles son las restricciones a la producción, comercialización y mercadeo justo de alimentos? ¿Cómo se articula todo esto la política agraria, las políticas culturales, las políticas ambientales y las políticas de salud pública?
Par los que pueden hacerlo, también es posible actuar con decisiones diarias. Qué compramos y cómo lo compramos, es una forma de activismo. Con cada peso que gastamos en comida, enviamos un mensaje sobre la alimentación que deseamos y legitimamos, sobre los modelos de producción que defendemos, y sobre el valor social que damos a la comida.
La pregunta es ¿queremos realmente hablar sobre las implicaciones de lo que comemos? Si este bocado parece difícil de tragar, empecemos por soluciones sencillas: comamos más frutas y verduras, ojalá libres de químicos, ojalá conociendo quién lo produce, y si es posible, que sea de origen local.
Contribuyendo a estas reflexiones, Silvia ha realizado una intervención artística que busca visibilizar los hábitos alimenticios de los colombianos y las desigualdades que éstos ocultan. Ilustraciones de comida cotidiana colombiana, aquello que preparamos en casa día a día, sin filtros, acompañadas de algunas preguntas que debemos hacernos para cómo comer mejor. Conócelas: Intervenciones
Este escrito hace parte de una serie de 30 columnas reflexionando sobre 30 diferentes formas de desigualdad en Colombia que publicamos semanalmente los lunes. Las columnas fueron escritas a partir de un proceso de diálogo entre 150 jóvenes académicos, artistas, activistas, víctimas y demás personas de diferentes perfiles y saberes. Este proyecto se llama Re-imaginemos, y es una carta abierta invitándonos a hablar, cuestionar y reimaginar las desigualdades.
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Coautores: Juan Felipe Sánchez, consultor de paz y sostenibilidad, y productor de café orgánico; Óscar del Busto, chef de tradiciones culinarias de Cundinamarca; Juliana Zárate, politóloga nacida en Barranquilla y directora de MUCHO, mercado solidario, saludable y sostenible; Silvia Trujillo, diseñadora e ilustradora bogotana; y Anderson Cancino, santandereano profesor y chef de gastronomía experimental y autóctona.
Editora: @Allison_Benson_; Ángela Serrano; Alejandro Lozano
[3] Cifras del DNP. El 60,3% de alimentos se pierde en el proceso de producción, poscosecha y almacenamiento. Esto contrasta con lo que ocurre en países como EEUU, donde el desperdicio se da en los hogares, después de la compra del alimento.
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